03 marzo 2009

Traduttore Tradittore

Que los españoles somos unos negados para los idiomas no es ninguna novedad pero parece ser que uno de esos idiomas para los que somos unos negados es el propio español. Nadie medianamente sensato pediría que el ciudadano medio viera y entendiera una película en inglés, porque pese a haber recibido lecciones de esa lengua desde la más tierna infancia, parece que su efectividad es, por decirlo de algún modo, limitada, y el que aprende algo de provecho, lo hace por su cuenta.

La falta de familiaridad con las lenguas extranjeras tal vez sea la causa de la querencia borreguil por ese engaño al consumidor llamada doblaje. Y esto produce una retroalimentación, ya que el ver los títulos doblados perpetúa la dificultad para asimilar otras lenguas.

¿Pero de dónde sale ese rechazo a ver las películas en su versión original subtitulada? Porque aunque haya dificultades con segundas lenguas, se supone que tenemos un cierto dominio del español. Desde que están inventados los subtítulos se puede ver una película en perfecto chino mandarín, ¿no? ¡Pues no! Resulta que una buena parte de la gente alega que si lee los subtítulos se pierde la acción. Y esto lo dicen no niños que están aprendiendo a leer, sino personas adultas que deberían leer las pocas palabras de la una o dos líneas de los subtítulos de un solo vistazo. Una de dos, o la dislexia es una pandemia o es que hay más analfabetos de los que se quiere reconocer.

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Por otro lado tenemos los que dicen que les gustan dobladas, léase la parte vergonzante de los ya mencionados. Si hacemos memoria veremos que, con la llegada del cine sonoro, muchos de los actores existosos de cine mudo fracasaron al no tener las voces o los registros interpretativos vocales necesarios. Desde entonces, sonido e imagen han ido indisolublemente de la mano... o así debería haber sido, de no ser porque a algún lumbreras se le ocurrió mutilar media interpretación de los actores y sustituirla por un remedo foráneo de tres al cuarto. Si he pagado por una interpretación de una estrella hollywoodiense, quiero esa interpretación entera, no solo media más un pastiché de un señor de Móstoles que pasaba por allí.

Me da igual que tengamos unos dobladores que son la pera limonera, como dicen -que tampoco, que solo hay que hacer el experimento de comparar para ver que entonan como les da la gana-, que se dediquen a los seriales radiofónicos. El doblaje es exactamente la misma tomadura de pelo que si a algún iluminado se le ocurriera poner a los de OT a doblar las voces de las estrellas internacionales del rock en los discos y los vendiera como originales. Hay una palabra para eso: estafa.

No se si esto del doblaje es otra de las nefastas herencias del franquismo o una asimilación del teatro, donde desde siempre se han traducido las obras. Si es esto último, el que tuvo la idea era un zote como ha habido pocos. El caso del teatro, y la ópera por extensión, sería el equivalente a la grabación simultánea de dos versiones de una película en dos idiomas, como sucedió, por ejemplo, con El ángel azul, donde Marlene Dietrich hace una Lola Lola estupenda en inglés que, de haberse usado el infame método del doblaje, habría tenido la voz de alguna actriz americana de tercera fila.

De los doblajes particularmente vomitivos incluso para los estándares de esta felonía, podríamos hacer un capítulo aparte. Las adapataciones son especialmente sangrantes, ya que parten de la premisa de que el espectador es un ser estúpido incapaz de comprender cualquier gag ajeno su cultura vernácula. Entre estas canalladas perpetradas contra el séptimo arte, y por poner algunos ejemplos especialmente irritantes, los filmes de Sacha Baron Cohen destrozadas por Gomaespuma o la serie de Austin Powers abastardada por Flo. Sin olvidarnos de uno de los momentos más aciagos de la historia del celuloide, el infame doblaje de El Resplandor cuyo verdugo fue una repelente Verónica Forqué, con el beneplácito de un Stanley Kubrick víctima de una crisis galopante de subnormalidad.

En cuanto a la literatura, estamos en las mismas, la falta de competencia en lenguas foráneas hace imprescindibles las traducciones. El caso es que las hay excelentes que no desmerecen en absoluto la obra original. El problema surge cuando las editoriales deciden que somos imbéciles y se inventan medio libro. Ni por un momento se les ocurre que, incluso los lectores más imbéciles, son capaces de leer la letra pequeña de una nota del traductor explicando el texto, lo que haría innecesario que un lumbreras se sacara de la manga un texto de cosecha propia para sustituir lo que el autor quería escribir. Si se sienten creativos les sugiero que escriban ellos sus propios libros y que en las traducciones se dediquen a eso, a traducir. Porque buena parte de la literatura cuya portada reza portada reza libro X del autor Y, debería poner para ser fiel a la verdad que no es sino una aptación libre de esa obra hecha por Z. Soy profano en leyes pero intuyo que esta práctica evidente de engaño al consumidor raya la ilegalidad.

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